Diciembre de 1993. Una cafetería del barrio de Nicolai, en el Berlín Este. Me disponía a tomar el chocolate cuando José, hijo de un exiliado, me explicó con detalle lo que ahora resumo:
"En 1961, Markus Wolf, jefe de los servicios secretos de la Alemania Oriental, envió a Bonn al espía-romeo Roland G. para ver si intimaba con una secretaria usando aquello del ‘estudias o trabajas’. La secretaria se enamoró del agente. Entonces, Roland G. le confesó que era espía pero danés, que hace más bonito. La mujer prometió entregarle secretos de la OTAN sobre una hipotética guerra nuclear, sólo si antes se casaban (era una soplona decente). Markus Wolf buscó por toda Dinamarca una pequeña iglesia nada frecuentada, seleccionó un espía alemán para que fingiera ser un sacerdote danés, a otros como falsos familiares del espía-romeo, un espía organista, un espía florista, dos niños espía monaguillos y espías vigilantes por si aparecía un sacerdote de verdad mientras se oficiaba la ceremonia de mentira. Finalmente se casaron y ella, más reconfortada, contó los procedimientos que se llevarían acabo antes de volar todos por los aires, si se diese el caso".
De esta historia aprendí algo muy importante: No hay que esperar a que concluya un relato sobre la Guerra Fría para tomar el chocolate; se enfría.
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