Tras un brillante aprendizaje en la escuela gratuita de dibujo de Ruán, el joven Jean-Jacques Lequeu buscó fortuna en París, pero los disturbios de la Revolución Francesa lo dejaron sin empleo. Arrinconando sus esperanzas en lo que hoy llamaríamos una carrera liberal pudo considerarse afortunado al encontrar un puesto de dibujante en los servicios de obras públicas de la Escuela Politécnica y, por fin, en las oficinas del Catastro, en donde concluye su actividad de funcionario subalterno. Los años siguientes corresponden a los de un retiro no exento de dificultades, un tanto deprimente: Los fracasos para ocupar un puesto en los Salones y vender sus obras, la ausencia de encargos... en suma, una existencia anodina.
Pero Lequeu nunca dejó de dibujar nuevos proyectos de arquitectura civil, motivado por su imaginación fecunda, tenaz, obsesiva, capaz de concebir sin esfuerzo las visiones más grandiosas y extrañas. Su estilo tal vez sea un intento de revalorización del neoclásico, al que algunos esquemas habían estereotipado antaño. Una obra gráfica de las más peculiares en cuanto a la metafísica de la figuración. Un minucioso ejercicio de ilusoria diversidad de motivos, cuya finalidad sigue siendo hoy enigmática en muchos aspectos.
Todo un mundo onírico que jamás se hizo realidad, salvo en el papel. Proyectos de algo que nunca fue. Sólo en sueños podremos subir a la cúspide de sus gigantescos monumentos, otear desde alguna ventana esos paisajes misteriosos de ningún lugar o entrar en sus mansiones encantadas, a la búsqueda de una cotidianidad menos rutinaria.
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